dimecres, 25 de novembre del 2009

PRESENTACIÓ - Marc Gual, text íntegre.

En primer lugar me gustaría agradecer a todo el mundo su presencia hoy aquí. Lo digo de veras, no son solo las palabras que una elemental cordialidad exigiría. Desde pequeño la gratitud me crea una incomodidad que pocas veces he sabido definir. La gratitud se hace incómoda porque en realidad es la expresión social de un sentimiento más hondo que sin duda responde a un malentendido: el de estar en deuda con alguien. Mientras no lo resuelva, y esto ya he dicho que dura hace mucho, me ocurrirá lo que me ocurre hoy: que me siento en deuda con todos vosotros solamente porque estáis aquí.

A mí mismo me recuerdo, sin embargo, que este es un acto alegre y familiar, y me parece que tiene algo de celebración.

También me gustaría invocar el recuerdo de mi padre, que hoy estaría orgulloso y contento no porque yo sea yo, sino porque soy su hijo.

Lo que quiero contar ahora no es más que la respuesta a varias preguntas, pero antes me gustaría acabar de despejar el apartado de los agradecimientos. La verdad es que si no le salpican a uno, el capítulo de los agradecimientos siempre nos parece un poco aburrido. Pero son importantes, y más relajados —seguro que por la confianza— que el que he manifestado hace un momento.

En primer lugar una gratitud muy especial para mi mujer, indudablemente. Sin su ayuda no habría podido escribir este libro. Toda mi gratitud, además, por su fidelidad y por su compañía, por la fuerza que ha mostrado (una fuerza que ni ella misma sospechaba) en las difíciles circunstancias que hemos tenido que vivir, cuyo dolor y espanto solo ella conoce. Y por su lucidez, la alegre lucidez por la que no necesitó mirar a ninguna parte para saber que ellos tres (Víctor, Marina, Olga) nos estaban esperando, y que había que ir a buscarles. Nunca se la agradeceré lo bastante.

Asimismo, un agradecimiento literario y personal para Toni. Porque siempre ha creído en mí. Nunca ha dejado de manifestarme un apoyo sincero, al mismo tiempo siempre respetuoso con la lentitud de mi proceder. Una cosa eran los años de la universidad, pero cuando se convirtió no solo en escritor sino en crítico literario y su trato con la excelencia se hizo cotidiano y por fuerza su criterio tenía que crecer en exigencia, pienso ahora que lo fácil habría sido que de nuestra relación hubiera quedado la amistad y se hubiera diluido el sueño literario. Pero no fue así. Y ahora publico porque él llevó mi libro a la editorial.

A la editorial Paréntesis, evidentemente, también quiero darle las gracias por la oportunidad que me ha brindado. En particular a Isabel Giménez, que se ha encargado de la edición del libro y que me ha ayudado muchísimo; entre otras cosas, prolongándome los plazos de entrega para que pudiera incluir algún cuento rezagado así como todas las modificaciones que han hecho falta.

Varias preguntas, decía antes, a las que me gustaría responder. Preguntas que yo mismo formulo porque, aunque ya me han dicho que ese es un planteamiento erróneo, sigo con la sensación de que me tengo que explicar.

Por qué en castellano. Por qué escribir. Por qué cuentos tan tristes. Por qué publicar.

Por qué en castellano

Cuando era pequeño podía pasar que a la hora de comer mis padres hablaran de pronoms febles o de Narcís Oller, autor con el que mi padre había empezado a elaborar un diccionario de locuciones y frases hechas del catalán (los cientos de fichas que llegó a completar todavía deben de estar en algún rincón por casa de mi madre). Cuando tuve que ir a la universidad, quería oír nombres nuevos. Por eso me matriculé en filología Hispánica. Y fue un acierto. Pienso que a veces desde Cataluña se nos presenta la historia de España en un esquema reducido que enlaza a los reyes Católicos, la Inquisición, Franco y la foto de las Azores. Es una caricatura reduccionista. Se olvida a los sabios sefarditas, los luminosos poetas de Al-Andalus, los admirables erasmistas y la triste y profunda palabra del noble desterrado que fue Cervantes, junto con la tenaz voluntad de existir de todos los judeoconversos. Luego la desaprovechada sabiduría de los ilustrados, y Galdós y Clarín y por supuesto Machado. Yo llegué a Maragall por Unamuno. Pese a lo dado que soy a los viajes de la ensoñación, entiendo sin embargo que en algún punto un escritor tiene que operar desde la realidad. No paso por alto el hecho de que para otras generaciones el castellano sí fue una imposición y así como sé que no hay que olvidarlo, también respeto y entiendo los sentimientos que de ello habrán nacido; y hasta tengo en consideración que la libertad en la que hoy vivimos permite que un ciudadano de Cataluña viva las 24 horas del día prescindiendo absolutamente del castellano, y que por tanto le parezca algo ajeno. Pero lo real, lo real en mi caso es que el castellano nunca ha constituido para mí un ámbito hostil, sino todo lo contrario. Y lo siento como propio. Estoy harto de oír anécdotas y ocasiones de gente mezquina que ha ofendido a gente que me es querida. Por supuesto en las dos direcciones: tan pronto es hábleme en la lengua del imperio como si no és en català no el puc entendre. Acaso la anécdota que quiero que me sirva es la mía propia. En primero de EGB, cuando llegamos a la escuela Barcelona, recién estrenada, las profesoras nos contaron que tendríamos dos pizarras y que usaríamos el amarillo para escribir en catalán y la tiza blanca para escribir en castellano. Pero que ambos eran nuestros. Quizá arrancó en ese momento mi actual convicción de que el único bilingüismo que puede funcionar es el que se reduce a una cuestión sentimental: hay que querer a la propia y amar también a la otra, feliz adulterio sin culpa. Pero claro, si lo reducimos a una cuestión sentimental, también estamos perdidos, los sentimientos no se pueden forzar.

Dicho esto, debo dejar claro que indudablemente también siento un resabio de traición respecto a la lengua en la que nacen mis pensamientos y mis sentimientos, el catalán, una lengua que por sobrevivir cae en el error de imponerse, tan maltratada por los políticos de aquí (que la esgrimen, claro, pero en verdad no la aman) como incomprendida por los que allí no quieren entender su condición de hermano al que simplemente hay que querer. Este libro está escrito en castellano. Muestra de cordialidad o constatación de que esta lengua es también algo mío. Llámalo como quieras. Pero ahora las dos novelas que aspiro a escribir son en catalán. Y en eso estoy.

Por qué escribir.

No puedo ser muy original en este punto, muchos otros lo han tratado ya.

Aunque luego concurran mil caminos distintos, por ejemplo el de la fantasía, el de la invención pura y hasta el de la ficción extrema, la simple mentira que es trazar en palabras una trayectoria diametralmente opuesta a la propia, uno escribe para salvar la vida. Salvar la vida, salvar el instante, engañarnos en el espejismo de que su retrato la ralentiza y hasta la detiene, que las aguas del tiempo no pasarán a través de nosotros sino que flotaremos en ellas durante un detenido lapso, dilatando la extensión de su viaje. Eso es el principio de todo. Pero luego sucede la fascinación por la combinatoria lingüística (el significante vuelto arte), por su filigrana o por su desnudez. (Maravilloso y elevadísimo, de eso no hay duda, se trata, sin embargo, de un mero refinamiento de la cultura, una elaboradísima consecución del hombre, pero acaso pareja y tan respetable como fascinante puede llegar a ser el estudio de la botánica o subyugantes los sabios ardides del ajedrez.) Al mismo tiempo también se descubre que las palabras acorralan en su jaula la delicadeza y la zarpa del misterio de la vida, haciéndola más asequible (un significante que delimita un significado, lo afila y lo pule, le domestica el salvajismo que nos lo haría intratable, fantasma inaprensible). Sumando ambas dimensiones, el escritor-lector siente el regalo de que en ese mundo más de veintisiete siglos le preceden: en la biblioteca le aguardan sus cimas y hallazgos. Pero es que, además, a través de la lectura se deja oír la llamada de la imitación, irresistible canto de sirenas, y eso alimenta aún su ansia de aprehender la vida con las palabras. (Felizmente llegado hasta aquí, el escritor, no pocas veces envanecido en lo que le parece altísimo trabajo, debe recordar que es solo un pobre hombre empeñado en una manía que no es ni la más alta ni la más efectiva, pues ahí están la música o las matemáticas, acaso más próximas al desvelamiento del misterio.)

Pero creo que esto viene después. Primero es el ansia de salvar la vida. Por eso, de entre todas mis posesiones materiales, el mayor tesoro son las cintas de vídeo que desde hace unos años acumulamos. Sin perjuicio de que las tenga desordenadas, sin perjuicio de que apenas las haya vuelto a ver. Saber que están me tranquiliza. Cuando menos son un regalo que nos está aguardando para convocar las amarillas lágrimas de la vejez.

Por qué cuentos tan tristes.

Ya que se han escrito a lo largo de los años (el más viejo tendrá unos diecisiete, los tres más nuevos son de este verano) a mí mismo me sorprendió ver que al final hay en ellos una gran cantidad de orfandades. He recordado, así, que yo mismo fui un huérfano privilegiado (y valga el oxímoron), pues la ausencia de mi padre me llegó cuando ya tenía 18 años, cualquier momento antes hubiera sido peor.

Es cierto, en su mayoría son cuentos tristes. Pero, según cómo, parece que no podía ser de otra forma. La explicación, de una obviedad aplastante, está en uno de mis cuentos, el primero de ellos, que da título al volumen. En “La maldición del cronista” dice así.

(…) se confirmó que la constatación de la dicha había abierto el abismo de los interrogantes. Sí, preguntas y más preguntas, algunas de ellas hermanas del miedo.
(…) Él había sorprendido a su corazón en la avaricia de todo lo que tenían, y poco a poco la angustia se incrementó. Fue entonces cuando se condensaron las preguntas.
(…) Y si las cosas cambiaban. Cuánto tiempo duraría la felicidad. Qué habían hecho para merecerla. Qué no debían hacer para que no les abandonara. Cómo encajarían su ausencia. Y ansió, cada día con más desesperación, un sostén, algo que les protegiera.

A un nivel más bien enfermizo, que lamento y soporto (y hago soportar a los que están más cerca de mí, notablemente a mi mujer, gracias una vez más por tu paciencia), la conciencia de la propia felicidad hace resaltar, paradójicamente (o lógicamente), los mil peligros de un mundo que, aunque sé bendición de oportunidades, siento más como laberinto de amenazas. Supongo que sí se trata de un trauma por curar, y no es directamente (aunque lo pueda parecer), consecuencia de las experiencias vividas. No lo es, pese a que lo vivido encaja a la perfección como causa del miedo. No lo es, aunque persista en la lengua el sabor de unos días, la saliva agria en la que flotaron unas imágenes y unas soledades, como la de la mujer tan joven y hermosa que un 16 de marzo cualquiera sienta sobre la silla del despacho su cuerpo y el del niño que lleva dentro y decide por fin abrir el sobre que no tenía que abrir, era para el médico, despliega las hojas y lee en el informe las negras palabras que dejan en suspenso su vida. La tristeza de estos cuentos, de veras, no es consecuencia (aunque algo han influido, pero poco) de esos momentos. No. Pese a la medida, que casi todos desconocen —medio kilo o cuatro libras—, del poso que el miedo y la pena dejaron, lastre que viaja oculto y que ya casi nadie parece sospechar, pues casi nadie pregunta por él. (Solo yo, algunas noches, aunque duermo rendidamente, le oigo carcomer en los rincones, como un ratón que quiere robar. Pero si me llego a levantar —a veces el sueño vence mis ánimos y no logro escapar de las sábanas— no acierto a retorcer su escurridiza cola.)

O sea, que no. Lo vuelvo a repetir, no es por eso, sino por lo que decía al principio. La doble fortuna de ser feliz y ser consciente de ello trato de traducirla en gratitud, pero además, inevitablemente, por los poros de la mente se cuela un intruso en lo que de otra forma sería una fiesta sin descanso. Cierto miedo. Ansia lógica de no perder lo que se tiene. Y con los años ha urdido los relatos de este libro.

Troyano envenenado, sea como fuere, verifica una terrible paradoja. Si he dicho antes que el impulso inicial de escribir es el de salvar la vida, ocurre también (a veces) que la obsesión por lo que se está escribiendo, por resolver un nudo cuya disolución se intuye pero no se termina de alcanzar, rapta al escritor de su vida. Es, exactamente, la maldición del cronista. Aquí y ahora, el recuerdo de lo que ocurrió este verano me parece algo casi terrible. En lo más bonito e íntimo de las vacaciones (unos días, como afortunadamente tantos otros ha habido, a los que siempre desearemos regresar cuando la vejez se llegue hasta nosotros), en el albergue del Pirineo, una sola habitación de literas para los cinco, yo esperaba a que todos se durmieran para sumergirme, apenas unos minutos antes de que también me venciera el sueño, en los últimos detalles de “La ayuda”, acaso el más triste e incomprensible y hasta inaceptable de los cuentos del libro. Paradoja terrible, maldición del cronista: por salvar la vida te alejas de ella.

Y no sigo por aquí porque en el fondo creo que todo esto no lo tengo muy claro.

Finalmente, por qué publicar.

Escribir está muy bien. Lo preocupante es el tránsito desde el acto íntimo que antes ya he explicado hasta la osadía de publicar.

Como es lugar común (y acertado) que se publica mucha porquería, si somos honestos, el hecho de que le publiquen un libro uno no debería sentirlo como la confirmación de que se ha alcanzado un mínimo de calidad. Ojalá fuera así. Si en verdad lo fuera, el aprendiz de escritor podría decir que publica porque de esta forma adquiere la certeza de haber llegado a un determinado nivel, que la letra impresa refrenda en sus escritos la adquisición de una cota artística básica, como un permiso para seguir aprendiendo, para seguirlo probando.

Sin este argumento, la vanidad emerge como incómoda presencia. ¿Publica uno por vanidad? ¿Para extender a más gente el halago de su abuela (M'encanta, nen, com escrius, només que els arguments els trobo molt tètrics, però escrius molt bé)? (Qué curiosa maravilla que, aunque sabes que tu abuela te quiere y que difícilmente puede ser objetiva, en el fondo te encanta que te diga esto, y piensas que, más allá de su afecto, también es sincera.) ¿Por vanidad, pues? Espero que no. Pero si algo de eso hubiera, habría que aceptarlo con humildad. Vamos, todo el mundo me ha dicho que habría que aceptarlo con humildad. Entre ellos, el que ya afortunadamente cuento como amigo, el gran escritor José María Conget.

Además, no olvidemos que, tan larga como es la historia de la literatura, todo está ya dicho. Imposible aportar nada nuevo. Argumento demoledor, pero al rescate aparecen las palabras de una amiga, Rosa. Replicó: “Pero no lo has dicho tú”. (Luego recordé que eso también me lo había indicado Toni.)

Incluso con una salvación tan conmovedora como esta, también sería absurdo pensar que una persona progresivamente más insociable (todavía, espero, borde no porque la educación elemental me salva –pero en todo caso es algo de lo que pido disculpas anticipadas por lo que pueda pasar en adelante--), una persona que a veces ya ni tiene buena conversación, ahora de repente quiere compartir con los demás sus angustias o sus preocupaciones o sus miedos o sus alegrías convertidas en cuentos. La verdad, no cuela.

Y sin embargo te dicen de publicar y por supuesto no cabes de gozo y por supuesto te lanzas a ello con una ilusión como de noche de Reyes.

Mi padre decía que cuando un hombre no hace lo que piensa, piensa lo que hace. O sea, que primero haces las cosas y luego urdes los argumentos para que lo hecho se te aparezca como consecuencia de lo que piensas. Vamos, tener principios, pero a posteriori. Lo decía sobre todo como advertencia, pues es verdad que se trata de una inercia en la que resulta muy fácil deslizarse sin querer. Con su permiso, sin embargo, me parece que es lo que he hecho ahora.

Cada vez más, me voy encontrando con lo difícil que es hablar con los hijos. Cautivar su atención y que tus palabras les lleguen de verdad. (Digo que es difícil, pero también hay gente que tiene una habilidad para hacerlo que a mí me sorprende, la envidio.) De lo que les decimos, de lo que queremos transmitirles, pienso qué es lo que quedará y qué es lo que no. Y es aquí, en este punto, en donde le he encontrado más sentido a la publicación del libro. Este libro lo veo, ahora, como una botella al mar que llegará a sus islas cuando sean mayores, una carta para luego cuyo contenido, al que quizá se aproximen con insólita atención, atraídos por el prestigiado formato de la letra impresa y la encuadernación, será acaso (así lo espero) el anzuelo de una nueva proximidad, un nuevo diálogo. Porque con ellos sí, ni que me haya convertido en un viejo huraño, me gustará compartir lo que ahora me angustia o me alegra o me emociona.

Y ocurre lo mismo con este acto de presentación, que ya he dicho que me incomoda aunque sea una verdadera alegría. La editorial no me obligaba a él, por supuesto. He sido yo quien se ha obligado.

Los niños necesitan ver en sus padres una determinada heroicidad. Y a cierta edad parece que semejante cosa únicamente la asocian con un arquetipo atlético y juvenil que ya no se me corresponde. Ya sé que eso cambia con los años. A mí me pasó con mi padre. Las proezas musculares le quedaban lejos, pero luego descubrí que su pasado era en realidad un espacio mítico que de sobras colmaba el modelo que yo necesitaba en el tránsito de la infancia a la adolescencia: a mis ojos creció inmensamente cuando acerté a ver en él al caballero Jedi que, derrotado por un enemigo inmenso, había reinventado su vida en el Tatooine de nuestro hogar. (Y entonces Tatooine no era un desierto, sino un oasis.)

Nuevamente quiero agradeceros a todos vuestra presencia hoy aquí, mucho más conmovedora si recordamos que luego no hay canapés. Sois todos actores secundarios que no ha hecho falta contratar. La intención era que el tumulto y la aglomeración que generáis mis hijos la puedan confundir con la idea de que su padre ha hecho algo importante. Me parece que eso será bueno para ellos.

Muchas gracias a todos.